Hoy quiero hablar de lo difícil que leer. No hay que hacer caso del topicazo ese que imagina al lector sentado en un sofá, bajo una palmera en una playa, en un banco de un parque, en la cama mientras fuera hay una ventisca y las ramas golpean contra la ventana mientras un cuerpo grita nunca más, nunca más, sobre un busto de Palas Atenea.
Leer es una actividad exigente. No solo en tiempo de lectura, sino en tiempo dedicado a buscar y conseguir libros, dinero para comprarlos, espacio para almacenarlos, viajes a la biblioteca.
Y lo más exigente: terminarlos.
Hay libros que no se dejan terminar. Parecen hechos a prueba de masoquistas, recomendados por sádicos y publicados por artistas del significado vacío. No quiero hablar de esos libros.
Tampoco quiero hablar de los libros largos como una vida, más largos que la vida de su autor y que acaban no concluidos.
Ni de los libros en otros idiomas, de otras épocas, con otros códigos.
Me refiero a los libros pesados, los que a uno le persiguen durante una época más o menos importante de nuestras vidas. Como por ejemplo, los libros obligatorios del instituto. Lecturas que a nadie importan, a cada cual más mala, y que consiguen que el amor por la lectura mute en un odio cerval.
Otro ejemplo son los libros que alguien insiste e insiste en que leas, porque le cambió la vida. Aprendí la lección con El lobo estepario. Perdí amigos, parejas y familia por dar la tabarra con este libro. Sé de lo que me hablo.
Otro ejemplo de libro pesado es cualquiera de temática religiosa. Aceptémoslo: son muy pesados. Están en todas partes. Puedes encontrártelos en las mesitas de los moteles de Estados Unidos. En la casa de tus abuelos. En tu propia casa. Disimulado en otros libros. En tus discos favoritos. En Ezequiel, 25:17, como en tu película favorita.
Hay que reconocerlos al vuelo para detectarlos y evitarlos, o si no se pueden evitar, prepararse para el impacto. Y qué mejor manera que leer con cuidado, con paciencia y con amor, porque como me dijo una vez alguien muy sabio: hasta del más tonto se puede aprender. Vamos, como dicen ahora los modernos: con resiliencia.
O sea, a la marchita.